Sayak Valencia

Necromasculinidad y democracia

En este trabajo, la filósofa, ensayista y feminista mexicana Sayak Valencia reflexiona sobre la interconexión entre la Masculinidad (con Mayúscula) como cartografía política y la construcción del Estado-Nación y la Democracia. Desde una perspectiva transfeminista, decolonial y crítica se pregunta por qué la igualdad formal entre los géneros sostenida por los discursos de las democracias contemporáneas no se ha podido cristalizar de manera sustantiva y por el contrario, los femicidios van al alza en todo el continente, hecho que cuestiona seriamente el proyecto democrático que está fallando en el cumplimiento de la protección de las mujeres y las personas feminizadas, asesinadas sólo por su condición de género. En este camino Valencia consigue desenmascarar las subjetividades de derecha y sus estrategias de dominación.

Para poder responder a la cuestión que planteamos desde el título, es necesario, en primera instancia revisar la interconexión entre la construcción contemporánea del Estado-Nación moderno y la democracia, ambas categorías heredadas de los discursos iluministas procedentes de la revolución francesa del siglo XVIII (y también del colonialismo Europeo). La hipótesis que sostengo es que ambos conceptos no pueden entenderse sin analizar la figura del ciudadano-trabajador (en masculino) como una creación del Estado Moderno y que esta figura a su vez no puede entenderse sin la revisión histórica de la Masculinidad como cartografía política de gobierno sobre los cuerpos de los varones, quienes están capturados bajo la necesidad de sentirse legitimados tanto como hombres como ciudadanos y para reafirmarse existencial y socialmente desempeñan y reproducen el discurso del poder soberano del estado-nación, cuyos ideales de honor, integridad y humanidad, esconden imaginario coloniales, sexistas y de clase. Esta reproducción de los ideales permite el mantenimiento e institucionalización de una jerarquía de poder “naturalizada” que reproduce la figura de pater familias como soberano propietario de las personas a su cargo o de aquellos que considera más débiles o vulnerables a saber: las mujeres, lxs niñxs, lxs disidentes sexuales, las personas de género no binario, lxs migrantes, las personas con discapacidad y un largo etcetera.

Es decir que el ESTADO-NACIÓN ESTÁ ALTAMENTE GENERIZADO HACIA LA MASCULINIDAD y basa sus condiciones de posibilidad en la construcción de los varones/ciudadanos/trabajadores como minisoberanos que suscriben un pacto patriarcal meta-estable (Amorós, 1994) de identificación con la masculinidad y los ideales de género del Estado, basados en el “buen” ciudadano es decir, varón blanco, heterosexual, proveedor, sin discapacidad, etc, este pacto meta-estable es definido por Celia Amorós como «un pacto interclasista, interracial e intergeneracional entre varones en el que se apropian del cuerpo de las mujeres, como propiedad privada» (Amorós, 1994) y es parte de la cultura patriarcal que está en las bases de las instituciones modernas y contemporáneas. Por tanto, es en ellas en donde el ciudadano/hombre tiene voz y voto, encarnando los ideales biopolíticos de humanidad (universales y masculinos) como una pantalla que impide ver, a quienes se privilegian con estos ideales, lo que hay detrás de este diseño del mundo: masacres, saqueos y explotación es decir: necropolítica como forma de gobierno de los no privilegiados. Es decir, la necropolítica está en la cara oculta de las ideas iluministas de la democracia. En este sentido, la masculinidad como cartografía política se dedica a la administración y expansión de la racionalidad sexopolítica de occidente, que a través del despliegue de ciertas coreografías de género refuerzan el binarismo pero también esconde los dividendos patriarcales que les son otorgados a los varones por su condición de género. En este punto, es preciso apuntar que la noción de masculinidad es una ficción política y en este sentido es una categoría de género que se ha producido, histórica, económica y culturalmente, en muchas ocasiones en detrimento o en directa oposición de la feminidad (Badinter, 1993). Sin embargo, dicha ficción política viva es la piedra angular de la racionalidad político-sexual de occidente desplegada en su geopolítica y extendida en sus territorios excoloniales. Por ello, es necesario definir lo que entiendo por ficción política, el término es una relectura de lo propuesto por Gayatri C. Spivak (2010), quien en su crítica de la razón poscolonial habla de ficciones teóricas que permiten justificar un proyecto de acción política en el estado y que además argumenta que “El Estado es propiedad de Europa” señalando con esta afirmación la colonialidad ligada al concepto de Estado-Nación que en su trasvase en territorios no Europeos se concibe como un proyecto fallido. Donna Haraway (1991) por su parte hace mención de un término parecido al hablar de política ficción para referirse a la construcción de una narrativa/ficción que establece las políticas identitarias en torno a los cuerpos sexuados que la ciencia ha inventado e inventariado de manera biopolítica. 

Sin embargo, el término ficción política que tomó para hacer mi análisis en este trabajo es el propuesto por Paul B. Preciado quién lo utiliza en relación a ciertos binarismos y nos dice de ellos: “Las nociones de masculinidad y feminidad, hombre/mujer, heterosexualidad/homosexualidad, normalidad/patología, transexualidad/intersexualidad son en realidad ficciones políticas” (Preciado, 2014), es decir son conceptos que configuran una taxonomía de estandarización y contribuyen a la creación de un ámbito discursivo y de producción de cuerpos e imaginarios en concordancia con la narrativa hegemónica, sin embargo, estas categorías tienen un rasgo especial e importantísimo, no son sólo conceptos sino que construyen y modelizan cuerpos vivos o como apunta Preciado: “estas categorías son ficciones políticas vivas, encarnadas”(Preciado, ibíd.), es decir, son ficciones performativas, que se someten a unas técnicas políticas de normalización del cuerpo y la sexualidad, las cuales están asociadas al plan global del proyecto capitalista, heteropatriarcal y (neo)colonial. 

Ahora bien, la masculinidad como ficción política viva (Preciado, 2014) entendida como modelo de auto-percepción, identificación y legitimación para los varones, siguiendo a Foucault y su historia de la sexualidad, se reproduce a través del régimen soberano, quien dentro de sus potestades detenta el poder de dar la muerte, es decir, poner en práctica la necropolítica. Lo cual nos lleva a pensar la relación directa entre necropolítica-estado-nación y necromasculinidad. 

Continuo con mi argumentación:  en esta clave de lectura el régimen soberano puede verse como una metáfora de las potestades de la masculinidad porque no se circunscribe sólo a la figura del rey como gran detentador de poder (puesto que este modelo de poder y masculinidad no desaparece tras la caída del Antiguo Régimen sino que como afirma Carol Pateman el contrato social firmado en la democracia liberal era más bien un contrato sexual entre varones que destronando al soberano crearon un pacto patriarcal fraterno entre iguales). Así, el privilegio otorgado por el patriarcado a la figura-cuerpo del varón como soberano de las poblaciones es el de dar la muerte (Preciado, 2014). Creando una necro soberanía masculina, es decir, otorgando a los varones entre sus privilegios de género el uso de las técnicas de la necropolítica: manejo y uso de la violencia como técnica fundamental de gobierno. Es decir, el varón como ficción política viva es “soberano” en tanto que tiene el monopolio de las técnicas de la muerte para gobernar sobre el género, la clase, la raza, la disidencia sexual y la diversidad funcional como una especie de máquina de guerra al servicio del Estado y del capital. 

Así, la (necro)masculinidad es la piedra angular de las sociedades herederas de la revolución francesa que producen ciudadanos a través de implementación de ciertos modelos de subjetivación donde la masculinidad blanca, europea, heterosexual y de clase media es encarnada por el pater familias y se concibe a sí misma como la legitima, imponiendo un modelo de identificación y certificación de la masculinidad que podría entenderse como hegemónico (Connell, 2010) y es implantado como modelo aspiracional para los varones en occidente y en los países colonizados por éste. Es cierto, que los modelos de masculinidad cambian con el tiempo y el contexto, y que el deseo de incorporación de los varones al modelo hegemónico, con variaciones locales, no es una elección 100% libre sino que depende de relaciones de jerarquía y exclusión. 

Sin embargo, para pensar las masculinidades locales debemos hacerlo en su relación con un orden de género mundial, que Connell define como: “La estructura de relaciones, a escala mundial, que conecta los regímenes de género de las instituciones con los órdenes de género de las sociedades locales. El orden de género es un aspecto de la sociedad mayor: la sociedad global, cuya creación es en sí misma un espacio de debate complejo. (…) Las relaciones que constituyen el orden de género mundial son principalmente de dos tipos. La primera gestada por la conquista imperial, el neocolonialismo y los sistemas de poder mundiales actuales –en donde la inversión, el comercio y la comunicación- han puesto a diversas sociedades en contacto unas con otras. En consecuencia, los órdenes de género de estas sociedades también se ha relacionado. En el caso de América Latina, región en donde la conquista y ocupación europeas se dieron por primera vez a gran escala, la interacción ocurrió a lo largo de cinco siglos, y los resultados han sido síntesis culturales profundas. Con frecuencia, tal interacción se ha manifestado como un proceso violento y desgarrador. Los arreglos locales del género se han reconformado debido a la conquista y explotación sexual, a las epidemias importadas, la intervención de los misioneros, la esclavitud, el trabajo por contrato, la migración y la formación de nuevos asentamientos. (…) los modelos de género que resultan de estas interacciones pueden considerarse como el primer nivel del orden de género global. Se trata de modelos locales, aunque en ellos puede verse el sello de las fuerzas que forman a la sociedad global. (…) El segundo tipo de relaciones que constituyen el orden de género mundial se basa en la creación de otros ámbitos que trascienden los países y las regiones individuales, al parecer los más importantes son: las corporaciones transnacionales y multinacionales, el Estado Internacional, los medios internacionales de comunicación, los mercados globales. El resultado neto de estos dos tipos de relaciones es un orden de género global que se construye a partir de una serie de relaciones de género turbulentas, muy inequitativas y parcialmente integradas; sin embargo, el alcance global de las mismas tiene efectos muy diversos en las distintas regiones.” 

En este sentido, los efectos de estas relaciones del orden de género mundial especialmente el de la masculinidad son indudablemente diversos. Sin embargo, en el caso de México (y quizá podríamos extenderlo a latinoamérica por su historia colonial compartida), el reacomodo y los cambios del género traídos por los modelos de flexibilización del trabajo e implantados por el neoliberalismo, entran en pugna directa con los privilegios de género de los varones mexicanos, vinculados a la construcción de un proyecto de nación masculinista y machista. Dicho proyecto de Estado-nación machista fue fraguado durante la independencia e impulsado en la época post-revolucionaria, y pese a que han pasado ya más de ocho décadas desde su inicio, se mantiene vigente en diversos aspectos, (pues ha permeado en el imaginario cultural, social, político y económico), sobre todo en la potestad de los varones de hacer uso de la violencia de baja y alta intensidad como una forma de reafirmación personal y que en las últimas dos décadas se ha convertido también en una forma de trabajo y a su vez de adquisición de capital. Lo cual se conecta con la necesidad de los varones de cumplir con su papel de proveedores y reafirmarse así, individualmente, como varones no redundantes del orden capitalista establecido. 

Sobre esta cuestión y la relación del capitalismo gore con los jóvenes he hablado en otros trabajos en los cuales hice énfasis en la necesidad de un análisis de los privilegios o potestades de soberanía otorgadas a los varones sólo por el hecho de contar con un cuerpo que los identifique como tales, pues el ejercicio desinhibido de esta potestad necropolítica ha modificado el entorno social y ha dejado consecuencias graves como el aumento cada vez más alarmante del feminicidio o el acrecentamiento de la filas del crimen organizado en nuestra región. Entonces es importante hablar de la masculinidad como ficción política viva puesto que es la figura central de las democracias (y su resabios coloniales), las cuales conciben al varón como sujeto liberal, heroico, individual y que, al separarlo tajantemente de las mujeres, le otorgan como privilegio, y carnada, la concesión de derechos individuales frente al derecho colectivo, nos da noticia de la necesidad de revisitar la idea de pacto social fundada en una masculinidad necropolítica. La masculinidad como ficción política viva es, entonces, la más enraizada en occidente, la más compleja de desarticular, de deshacer, de deconstruir, porque cualquier crítica contra ella es tomada por los varones individuales como una crítica a su yo. 

Este modelo de género, implantado como régimen psicopolítico, ha logrado el disciplinamiento y la obediencia de los cuerpos que se auto-identifican como varones. A través de su adscripción acrítica a estos ideales biopolíticos de la masculinidad, el estado y la nación, fundados en argumentos “naturalistas”, han fortalecido la conservación del patriarcado como régimen metaestable (Amorós, 2005) y han eliminado del mapa discursivo la posibilidad de una autocrítica profunda. Incluso en las últimas décadas que se han venido elaborando estudios sobre masculinidades, es muy difícil que éstos, salvo honrosas excepciones, cuestionen a fondo las relaciones de poder y privilegio que los varones mantienen con las mujeres y con otras poblaciones que se consideran minoritarias por cuestiones de raza, clase, disidencia sexual, nacionalidad o diversidad funcional. Por ello, la masculinidad puede ser entendida, dentro de nuestro marco de análisis, como un dispositivo de implementación y conservación de un proyecto modernidad/colonialidad y nación heterosexista que en su transformación se liga a la expansión de economía capitalista a través del modelo industrial en los siglos XIX al XX en nuestro momento histórico con autoritarismo neoliberal encabezado por Trump pero también personificado en Jair Bolsonaro y otras figuras de la política internacional. 

El culto a figuras “carismáticas” de varones desafiantes y abiertamente misóginos es un indicador importante para pensar la necropolítica a través de su representación necro-patriarcal que se repite a través de la política internacional de la democracias mundiales en el último lustro1 . Por ejemplo, El 8 de octubre de 2016 el New York Times publicó un vídeo donde el candidato a la presidencia Donald Trump en conversación con un séquito de varones se refería a tomar a las mujeres por los genitales sin su consentimiento. (New York Times 2016). 

En marzo de 2017 el eurodiputado polaco Janus Korwin-Mikke afirmó durante una intervención en la Eurocámara que “las mujeres deben ganar menos que los hombres porque son más débiles y menos inteligentes” (Sánchez 2016) y así podemos encontrar múltiples ejemplos tanto en ámbito político como académico pero también en la vida cotidiana, en la cual el sexismo y la violencia física, patrimonial, emocional y de distintos tipos contra las mujeres cis y trans se naturaliza. 

Este retorno hacia el conservadurismo extremo pone en el centro de nuestro análisis a la supremacía masculina como cartografía política que es central para el ejercicio de la necropolítica más descarnada que incorpora también a las variables de raza, clase y no-heterosexualidad. En su libro “Angry White Men. American masculinity at the end of an era” un estudio sobre las masculinidades blancas en los Estados Unidos de Norteamérica, publicado en 2013 (tres años antes del triunfo de Trump como presidente) Michel Kimmel expone una radiografía del cuerpo social masculino, blanco y resentido que daría el triunfo a Trump en las elecciones presidenciales de 2016.

 El triunfo de Trump puede interpretarse desde los estudios feministas como una forma de revancha de género, de clase y de raza llevada a cabo por aquellos hombres que según su propia autopercepción han cumplido con las reglas del juego (colonial y de género): han trabajado duro, acatado las reglas y pagado sus impuestos, han sido hombres de verdad, es decir, proveedores y esto, a su parecer, no ha servido de nada porque están perdiendo sus privilegios de género, clase y raza en un país que a su entender les pertenece por derecho de herencia (colonial). Esta pérdida de privilegios, que ellos confunden con derechos, la viven como una estafa hacia ellos no del sistema capitalista sino de las poblaciones minoritarias e interseccionales a saber: mujeres feministas, personas afrodescendientes, personas empobrecidas, inmigrantes indocumentados, comunidad LGBTI. Así, nos dice Kimmel que el sentimiento que aglutina a una variedad de hombres que no tienen mucho en común más allá del género y la raza es el de la humillación: “These men feel like they are seen as a failures; they are humiliated -and that humiliation is the source of their rage. (…) This humiliation is deeply gendered”. 

Aquí las palabras género y sensación (amplificada por los sentimientos de “superioridad y victimismo”(“entitlement and sense of victimization)” son fundamentales para la propagación de ideales conservadores, ya que es en la dimensión sensible (entendida como marco de percepción y ensamblaje de la realidad) ( Berardi 2017) donde se están dando las formas más insidiosas de producción de falsos consensos o consensos silenciosos que se diseminan a velocidades prodigiosas a través de las redes sociales virtuales y configuran una sensibilidad regresiva. 

Esta sensibilidad actúa a nivel pre-reflexivo y desde las emociones, pues como sabemos la sensibilidad es “la facultad de intercambiar significado sin usar palabras, la condición del entendimiento empático. Esta facultad es la que le da forma a la vida cotidiana y la que proporciona el entendimiento mutuo al seno de una comunidad.” (Berardi 2016). En el caso de la sensibilidad regresiva, se caracteriza por el deseo de “una vida de derechas” (como la llama la filosofía argentina Silvia Scharbock, en su libro Los espectros), es decir, el deseo de una vida que suscribe al fascismo 2.0 no como ideología fuerte, sino como “una reducción de las pulsiones conservadoras a aquello que el pensamiento crítico ha definido como la ´personalidad autoritaria´: una mezcla de temor y frustración y una falta de autoconfianza que conducen al goce de la propia sumisión”. (Traverzo 2016). 

En nuestros días esta sensibilidad regresiva se cristaliza en el robustecimiento del binarismo de género, el ascenso de los fanatismos religiosos en el orden político, la penalización del aborto, la defensa de la nación blanca y heterosexual y el crecimiento desbordante de la xenofobia en todo nuestro continente y a lo largo del mundo entero. Como anotan Daniel Kent Carrasco y Diego Bautista Paez, el entusiasmo ideológico a favor de la ultraderecha se ha extendido por el atlántico con el resurgimiento de: “neonazis en Grecia, Alemania y Ucrania; franquistas en España; supremacistas blancos en Estados Unidos y el Reino Unido; y regionalistas xenófobos en Inglaterra, Italia, Francia y Escandinavia”. Pero también: “por las calles del Tercer Mundo, alimentando el origen del oscurantismo fársico del bolsonarismo en Brasil, la consolidación de la agenda abiertamente fascista de la Derecha Hindú transnacional, el etnonacionalismo conservador turco encabezado por Recep Tayyip Erdogan, el gangsterismo genocida del gobierno de Rodrigo Duterte en Filipinas, el régimen ultraseguritario de Bukele y el resurgimiento de la ultraderecha reaccionaria, clasista, católica y racista en México.” 

Dicha sensibilidad regresiva aglomera tanto al machismo recalcitrante como a los argumentos racistas y al discurso nacionalista antimigrante, agrupando el ala más conservadora de los movimientos sociales en los Estados Unidos de Norteamérica pero también paises como Brasil, Bolivia, Costa Rica, México, Venezuela de manera intergeneracional: recuperando los viejos ideales supremacistas de la ultraderecha y actualizandolos por medio de las juventudes racistas y misóginas que forman las filas de la Alt+Right en Estados Unidos y de la (Derecha Alternativa) en la región quienes utilizando el folclor digital (Rowan 2015) diseminan contenidos conspiracionistas y victimizantes a favor de la agenda de la ultraderecha. 

Así la nueva derecha extrema “alternativa” construye comunidades de afinidad a golpe de tuits incendiarios, fake news y montaje de “hechos alternativos de la realidad” aprovechándose de los discursos históricos que buscan la justicia social para las mayorías y socavando sus contenidos a través de la tergiversación y apropiación de sus gramáticas de resistencia, por ejemplo, al desacreditar las acusaciones de abuso sexual realizadas por mujeres a través del movimiento #MeToo y posicionar el hashtag #NotAllMen. O la apropiación descontextualizada de la consigna del movimiento #BlackLivesMatter y convertirla en #AllLivesMatter. Otra característica significativa de este conservadurismo es que es de amplio espectro, es decir, se moviliza también hacia otros sectores que no se consideran propiamente republicanos o conservadores; en su largo alcance aglutina a distintos grupos de otras corrientes políticas y no políticas quienes, compartiendo ciertos grados de indignación ante los avances de grupos históricamente vulnerados como las mujeres, los inmigrantes, los afrodescendientes, los pueblos nativos americanos, se posicionan en contra de esos avances. En este sentido, es preocupante que grupos que no suscriben un conservadurismo a ultranza sino que apoyan imaginarios supuestamente progresistas, se muestran autocomplacientes con los beneficios y privilegios que les son otorgados a través de estas políticas de criminalización del otro y con los valores heredados por género (masculino) y raza (blanca). Dentro de esta sensibilidad regresiva se encuentran también la política machista de la vieja izquierda que ha preferido votar por Trump para “acelerar”2 la revolución de clases en lugar de sumar su voto a la candidata mujer demócrata y, obviamente, neoliberal encarnada por Hillary Clinton, imponiendo un voto de castigo hacia la agenda por la igualdad de género, pero sobre todo uniendo filas patriarcales con la derecha, reforzando un proyecto que en sus bases es opuesto a la democracia sustantiva. Así la derecha estadounidense e internacional ha tomado fuerza inusitada en los últimos años porque: “está compuesta por un no siempre reconciliable enjambre de managers, tecnócratas, capitalistas financieros opulentos y monoteístas más o menos desposeídos, oscila entre una lógica futurista que empuja a la máquina bursátil hacia el plus-valor y el repliegue represor hacia el cuerpo social que reafirma la frontera y la filiación familiar como enclaves de soberanía.” (Preciado 2013), es decir, porque basa su fuerza en, al menos, dos puntos claves: 

  1. El reforzamiento de una élite blanca que atribuye sus privilegios a la meritocracia y no a una herencia colonial de explotación de personas y saqueo de territorios que siguen produciendo rentas a su favor a través de la violencia, la estigmatización y la necropolítica continuada e institucionalizada contra las mujeres de distintos sectores, las personas afroamericanas y los inmigrantes. O en otras palabras, esta élite se beneficia de que el juego de los privilegios (que parecen ser exclusivos de las clases blancas desde la colonia hasta nuestros días), no ha sido un juego justo, sino una cartografía estratégica que diseña los ideales biopolíticos de humanidad (universales y masculinos) como una pantalla que impide ver, a quienes se privilegian con estos ideales, lo que hay detrás de este diseño del mundo: masacres, saqueos y explotación es decir: necropolítica como forma de gobierno de los no privilegiados. 
  2. La defensa a ultranza de una nación heterosexual, cis-género y religiosa que basa sus logros en la constante legitimación de una axiología supremacista y masculina, cuyo poder descansa en proponer a lo masculino como sinónimo de universal y que apela a argumentos biologicistas/racista para instaurar un copyright sobre lo que es normal y lo correcto en relación al género, a la sexualidad, a la raza. Así, este culto a la masculinidad tradicional como triunfo de la virilidad más agresiva no es una cuestión menor, por el contrario, es la piedra angular para hablar de la expansión de la necropolítica en todo el continente, ejemplo de esta necropolítica se dan de manera clara a través del aumento del feminicidio en países todos los países de latinoamérica pero también en los Estados Unidos de Norte América y Canadá . 

Así este ascenso de la necropolítica machista como una forma de gestión de las poblaciones a través de su exterminio de las mujeres es un retorno hacia las políticas feudales/coloniales de expropiación del cuerpo, de los saberes y del territorio llevadas a cabo en Europa y los Estados Unidos durante el período conocido como “Caza de Brujas” (Federici 2010) y que en nuestras regiones del sur se constata a través de las masacres de las mujeres y de las poblaciones nativas, en el cual se sentaron las bases para la creación de un sujeto doméstico femenino y no asalariado cuyo trabajo de producción y reproducción sentaría las bases materiales para la transición del feudalismo al capitalismo y que se asemeja en sus alcances a la transformación actual del trabajo en transición de la era posfordista neoliberal a la economía del neoliberalismo autoritario y de vigilancia liderado por el G.A.F.A.M4 y su “colonialismo de datos”. (Mejías y Coudry 2019) 

En nuestros días, este exterminio de mujeres que puede ser entendida como una necropolítica de género insuflada por los discursos de misóginos de baja y alta intensidad expresados por el presidente de Donal Trump y replicado por sus seguidores y otros varones como formas de afirmación legítima y que en ciertos casos han provocado la organización de hombres furiosos que han politizado su odio contra las mujeres y formado una especie de activismo anti-feminista bajo el argumento de defender los derechos de los hombres, hasta grupos de celibes involuntarios (INCEL) que tras el anonimato de las redes han creado comunidades en línea donde expresan su 3 

En enero de 2019 el número de mujeres y niñas asesinadas en Canadá ascendió a 2.5 por día, es importante destacar que en este país la mayoría de las mujeres asesinadas corresponden a población nativa canadiense. (Thompson 2019) 4 Acrónimo utilizado para designar a las empresas de la economía digital: Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft. 

Dicha necropolítica de género, conocida como feminicidio se une al asesinato impune de personas afroamericanas a manos de la policía como una forma de racismo institucionalizado y a la diseminación de discursos xenófobos como un despliegue cotidiano de la política snuff que rige los Estados-Nación contemporáneos de manera cada vez más explícita en los últimos cuatro años. En este sentido, “la densidad de lo masculino depende de su magnitud semiótica. La masculinidad como categoría de género se produce culturalmente, no sólo como una entidad percibible, sino también como un dispositivo de percepción; es un instrumento por medio del cual podemos conocer las peculiaridades de la cultura de una nación.” (Domínguez, 2013). 

Así la necromasculinidad como ficción política (y no sólo como cuerpo singular) es un fenómeno social emparentado al trabajo, a la violencia, a la opresión, como forma de dar continuidad a los proyectos de hegemonía social y económica que imbrinca el régimen necropolítico con el biopolítico a través del modelo de democracia iluminista y “nación heterosexual” (Curiel, 2013). Las ficciones políticas de feminidad/ masculinidad, heterosexualidad/homosexualidad junto con la de jóvenes, pese a que tienen una andadura histórica rastreable en los siglos anteriores (Kustrín; Foucault; Guasch; Halperin; Lacquer; Tin; Federici) ponen a funcionar la organización de un Estado que produciría “ciudadanos” (en masculino) y que reforzarían los ideales biopolíticos de gestión de los todos los procesos del vivir de la poblaciones, a partir de la declaración del habeas corpus del siglo XVII. Más aún sería la cristalización de una serie de lógicas de construcción y ordenamiento de las sociedades democráticas, iniciadas tras el triunfo de la revolución francesa en el siglo XVIII, el cual sigue siendo el modelo aspiracional de las democracias contemporáneas, el cual en la mayor parte del mundo-sur no ha cumplido sus promesas y por el contrario reproducen cierto orden colonial como lo expresa Breny Mendoza, politóloga hondureña quien ha acuñado el término la colonialidad de la democracia. 

Así, el estado moderno como máquina de producción de ficciones políticas vivas encarnadas en la figura de los ciudadanos, y en el ciudadano-cuerpo-varón, como bastión de la revolución francesa y el expansionismo de sus ideales a través del concepto de pueblo – popularizado por movimiento burgués europeo del siglo XVIII y entendido como el sujeto colectivo de una nación- necesitan ser revisados puesto que forman parte del léxico político de las democracias contemporáneas pero no dialogan con las necesidades situadas de las geopolíticas en las que se instauran, es decir, el contrato social rousseauniano en el cual se habla de un pacto social entre ciudadanos (varones) y el Estado ha sido impugnado desde su inicio. A este respecto hay que recordar los trabajos fundacionales de las feministas Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft. La primera escribió en 1791 su famosa Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana y fue decapitada por ello (un caso claro de feminicidio de Estado). La segunda, publicó en 1792 su Vindicación de los derechos de la mujer. En ambas obras se hace una crítica profunda al sexismo fundacional de los discursos del nuevo régimen democrático en el cual sólo eran libres los varones. Entonces como ahora, no considera a aquellxs que por diferentes intersecciones se encuentran en condición de preciudadanía: mujeres, niñxs, diversxs sexuales, diversxs funcionales, grupos étnicos y/o raciales que se consideran minoritarios dentro de la hegemonía nacional. O, más recientemente, en condición de ex-ciudadanía: varones jóvenes pobres, migrantes, racializados. Por ello, el reto más grande para los varones contemporáneos es la invención de otras narrativas y otras prácticas sociales que les ayuden a articular una masculinidad disidente, que rompa con la masculinidad machista y necropolítica. 

Bio
Nacida y criada en Tijuana, Sayak Valencia (1980) es una teórica cuir,  historiadora y performer. Ademas, es Doctora en Filosofía, Teoría y Crítica Feminista por la Universidad Complutense de Madrid. En el 2002 co-fundó La línea, un grupo feminista interdisciplinario que se dedica a la teoría, escritura, producción audiovisual y editorial, así como a la acción performática en el espacio público.  Más adelante, en 2010, publicó Capitalismo Gore, un libro que acuña el término clave de su título para describir al capitalismo que se alimenta de sangre, muerte y cuerpos mutilados. Otras de sus obras destacadas son dos libros de poemas, Jueves Fausto (2004) y El reverso exacto del texto (2007), y un escrito experimental que oscila entre el ensayo y la novela: Adrift’s Book (2012)

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