Nelly Richard

De la revuelta a la nueva Constitución de Chile

Convocada por Proyecto Ballena, la ensayista y crítica cultural Nelly Richard reflexiona en torno a un proceso histórico que, si bien aún no ha concluido, ya mostró profundas líneas de ruptura con el ordenamiento neoliberal heredado de la dictadura chilena: desde la revuelta social en octubre del 2019 hasta el plebiscito Nacional, cuya votación mayoritaria se pronunció a favor de una Nueva Constitución de Chile en octubre del 2020. A lo largo de esta conferencia, Richard explora el significado de algunas de las figuras y las articulaciones que componen el imaginario social de un cuerpo político enteramente trastocado por rebeldías y violencias. Con una mirada fuertemente influenciada por la teoría feminista, piensa las políticas de deseo, las relaciones de poder y las gramáticas de la acción que podrían llevarnos hacia un rediseño participativo de la democracia.

JAVIER TRÍMBOLI: Nelly Richard es escritora y una de las principales y más punzantes críticas culturales de América Latina. En su pensamiento y escritura trabaja sobre andariveles distintos, pero que potencia de manera probablemente inusual, insólita y, por eso, le dan tanto destaque. Entre la filosofía, la estética y la teoría feminista viene desarrollando sus pensamientos desde los años ‘70. En 1990 fundó la Revista de Crítica Cultural, importantísima para la historia reciente de Chile porque las páginas de esta revista se pueden leer en negativo: una radiografía crítica impugnadora de lo que fue la transición chilena, esa larguísima transición chilena que deberíamos llamar larga post dictadura chilena. Si uno quiere recoger las perlas críticas más interesantes de la época chilena de la post dictadura tiene que ir a esta revista en donde escribió una y otra vez Nelly Richard. Decía, post dictadura chilena, que entró en crisis en octubre de 2019. Por eso, probablemente, es que tanto nos interesa conversar con Nelly Richard: porque lo que hace es pensar hoy sobre las ruinas de esa transición que hoy, en una profunda crisis, no está claro cuál va a ser el desenlace de su situación. Decía, entre los muchos libros de Nelly Richard me interesa señalar algunos: Crítica de la memoria, Feminismo, género y diferencias, Fracturas de la memoria: arte y pensamiento crítico y Abismos temporales: feminismos, estéticas travestis y teoría queer. Lo último en esta presentación, porque me parece que vale mucho resaltarlo. Desde lejos de Europa, con un pensamiento claramente eurocéntrico, Hegel decía que el búho de Minerva solamente levanta vuelo al atardecer, por lo tanto, que el pensamiento, que la filosofía, solamente se puede desplegar sobre lo que ha sucedido, sobre la historia, una vez que esto que ha sucedido ha terminado, ha concluido. Muy latinoamericanamente, Nelly Richard con otra urgencia se lanza sobre un proceso histórico que aún no está concluido, que es el pensamiento sobre lo que ocurre en Chile hoy, año 2020. Por último, sin duda, en lo que van a escuchar van a encontrar algunas de las discusiones que se dieron a la Argentina alrededor del año 2001 a propósito del tema de la fuga, de la evasión, de la fuga del Estado, de la evasión del Estado, de la posibilidad de articular o no otra democracia, ya por fuera de lo formal, ya por fuera del orden único del mercado. Esas discusiones tienen lugar en el planteo de Nelly Richard, con una excepción fundamental: en la crisis del 2001 en Argentina, lo que estaba en absoluto abismo era la pobreza de mayorías sociales que habían llegado a comisiones probablemente únicas en nuestra historia. En el caso chileno, nos encontramos con la situación en donde el neoliberalismo se consagró a sí mismo exitoso como en pocos otros lugares. Por tanto, la crítica tiene otra figura, otra forma. Nada más que eso y un gusto muy grande, como decía, presentar a Nelly Richard.

NELLY RICHARD: Hola a todas y todos. Es un enorme placer poder compartir, aunque sea a la distancia y mediante la virtualidad, esta sesión con quienes nos escuchan. Quiero agradecer muy sinceramente la invitación del Ministerio de Cultura de Argentina y del Centro Cultural Kirchner. Con Argentina nos unen múltiples vínculos políticos, intelectuales, así que me parece muy valioso tener la oportunidad de reflexionar en torno a la democracia. Un tema tan álgido en nuestros países es un placer poder compartirlo con ustedes. El título de esta presentación es «La revuelta social (octubre 2019) a la nueva Constitución (noviembre 2020): figuras, cuerpos, articulaciones». El 18 de octubre de 2019, la movilización coordinada por estudiantes secundarios para protestar contra un alza de la tarifa del metro, desató una crisis político-social. La más profunda de la crisis del sistema neoliberal implantado en Chile por la dictadura cívico militar. Solo un mes después de iniciada la revuelta, es decir, el 15 de noviembre del 2019, el Gobierno de derecha de Sebastián Piñera, un Gobierno completamente deslegitimado tanto por la vehemencia de la protesta popular y también atemorizado, hay que decirlo, por el fuego de los incendios, se vio obligado a ratificar un acuerdo parlamentario para llamar un plebiscito nacional sobre la vigencia o derogación de la Constitución de 1980 sellada por Augusto Pinochet. Luego vino la pandemia. Como sabemos, su interrupción de los ritmos agitados de un presente en Chile de movilización colectiva; su suspensión del futuro en un tiempo estacionario, diluido, confuso; también su vaciamiento del espacio público, su cuarentena y la vigilancia policial en la calle. El Gobierno de Piñera usó la pandemia como pretexto para reordenar su agenda política, confiados en que, tanto el miedo al contagio como la organización del control sanitario, iban a disipar el fantasma del descontrol de la revuelta. Sin embargo, pese a las vicisitudes de la pandemia y pese a los obstáculos con los que, casi fanáticamente, la derecha buscó anular la instancia del plebiscito, el último domingo 25 de octubre de este año, el 80% de los votantes confirmó su opción de querer cambiar la Constitución de Pinochet. Fue un itinerario vertiginoso que va del salto de los torniquetes del metro en el 18 de octubre de 2019 al plebiscito para redactar una nueva Constitución el 25 de octubre 2020. Un itinerario que se compone de una mezcla de pulsiones, de deseos, de voluntades de construcción no siempre coincidentes entre sí.

Entonces, quisiera revisar algunos tramos de este dinerario, para leerlo en sus ensamblajes de cuerpos, pero también sus desensamblajes de figuras y de operaciones. Y también quisiera, entonces, dejar planteada alguna pregunta sobre el tipo de imaginario democrático que entre saltos y sobresaltos puede surgir tanto de las revueltas, como de su «después de» siempre incierto. Les propongo acompañar mi lectura con algunas imágenes. Voy a intentar, en estas tecnologías que no manejo del todo, compartir con ustedes un Power Point que acompañe la lectura. 

La primera figura que quisiera revisar es la figura del evadir. Todo comenzó en la tercera semana de octubre 2019, cuando estudiantes secundarios del Instituto Nacional coordinaron por whatsapp una evasión masiva que consistía en saltarse los torniquetes del metro como protesta frente al alza del transporte público, decretado por el Gobierno de Piñera. El llamado a evadir se traducía en no pagar como otra forma de luchar. Era un llamado extensivo a no hacerle caso a los reglamentos, a fugarse de los controles y vigilancias, a burlar el sistema, a zafarse de las imposiciones. En suma, a desobedecer. Esta consigna del evadir contenía sarcásticamente un subtexto o intertexto que funcionaba como réplica de uno de los tantos engaños de las máquinas de fraude de la gestión neoliberal. Durante los últimos años, la sociedad chilena fue testigo de cómo el mundo de las empresas y los negocios, representado por el presidente de Chile (a quien vemos en este graffiti) como dueño de una de las mayores fortunas del país, fue denunciado por falsificaciones y corrupciones varias. Desde la evasión tributaria hasta los delitos fiscales y el financiamiento irregular de la política. 

Los estudiantes secundarios supieron invertir, revertir paródicamente el sentido de burla del «evadir», eludir el pago de impuestos, cuya fórmula beneficia a los poderosos en su afán de maximizar la riqueza. Los estudiantes secundarios desviaron súbitamente el giro del evadir hacia los desfavorecidos de la calle, que tuvieron así la oportunidad de devolverle la mano a la fábrica de engaños de la política neoliberal. Pero el gesto desobediente de los estudiantes secundarios, resumido en la palabra «evade» funcionaba además como una metáfora desterritorializadora frente a los amarres del poder.  «Evadir» nos hablaba de fuga y éxodo, para retomar el lenguaje de Hardt y Negri, como tácticas oblicuas de la multitud. Unas tácticas que combaten los aparatos de dominación ya no mediante una oposición de fuerzas dirigida contra su centralidad, el Estado, sino a través de formas dispersas de hacerles el quite a su mecanismo de sujeción. Estas formas diversas y dispersas del estar en contra en todas partes harían que el poder centralizado y vertical ya no esté en condición de disciplinar las fuerzas de la multitud rebelde, que horizontalmente elegiría la decepción, el éxodo, el nomadismo para evadir, fugarse de toda lógica opresiva y represiva. 

No voy a entrar aquí en la larga discusión de ciertas figuras de la evacuación de los lugares del poder: «fuga», «decepción», «huida”, «sustracción», contribuyen o no a romper con la cadena del sometimiento del capitalismo neoliberal. Lo más seguro es que sirvan para renovar el imaginario libertario, pero sin demostrar eficacia en alterar las estructuras del poder instituido, ni tampoco en habilitar nuevos enlaces o conectores entre sociedad, estado y democracia, como aquellos que hacen falta en tiempos de profunda ruptura entre política y subjetividades disconformes. 

Quiero recalcar aquí la figura del evadido como detonante de la revuelta para subrayar hasta qué punto la masiva protesta de octubre fue distinta a los anteriores movimientos de reivindicación social y política que se habían alzado contra la dominante neoliberal de la transición chilena. Bastaría tomar como ejemplo el poderoso movimiento estudiantil del 2011 para leer las diferencias de posturas y maniobra. Las quejas del movimiento estudiantil del 2011 en contra de la privatización de la educación iban dirigidas al Estado para volver público el sistema de educación superior, mediante políticas de reformas institucionales orientadas hacia la gratuidad. Las encargadas de formular estas demandas estudiantiles eran organizaciones estructuradas según códigos de la política tradicional, con sus dirigencias encargadas de representar al movimiento universitario en su interlocución con el Estado. En cambio, la revuelta de octubre da curso a múltiples flujos de rebeldía social que, sin una previa coordinación política, desatan energías comunitarias. Además de la viralización de las redes sociales y su conectividad instantánea, la revuelta de octubre solo confiaba en la calle y la asamblea como soportes locales de participación directa, evadiendo «cualquier mediación-representación político-institucional». Sin embargo, la consigna del evadir, del fugarse, fue dejado en suspenso en medio de la nueva coyuntura abierta por el plebiscito. La ofensiva política, desatada violentamente por la derecha y la ultraderecha para seguir protegiendo a la Constitución de Augusto Pinochet, nos hizo saber que debía batallarse enérgicamente contra sus fuerzas de choque, ideológicas y otras, para no dejarle el campo libre al enemigo. Organizarse para votar el cambio de Constitución en el recién pasado plebiscito de octubre supuso unir voluntades, acordar definiciones, concertar alianzas, generar pactos de entendimiento entre identidad y comunidades para hacerlas converger en un mismo día. Hubo que orientar los flujos de negatividad contestataria de la revuelta en una dirección táctica, a fin de lograr un objetivo estratégico, independientemente de que esta figura del «evadir» quedara disponible imaginariamente, para saltarse en cualquier momento otros torniquetes. 

La revuelta de octubre expresó el hastío de la población frente a los abusos del modelo neoliberal de una sociedad que, desde la dictadura y durante la transición, se vio expuesta a toda una serie de maltratos económicos y sociales en materia de trabajo, educación, salud, pensiones, vivienda, etcétera. La culpa la tuvo un modelo hipermercantilista que construyó su imperio financiero y empresarial a costa de sujetos cada vez más precarizados bajo el imperativo del consumo, la deuda, el crédito y la hipoteca. Llenó las calles de la revuelta la consigna «Chile despertó» haciendo valer la doble acepción de la palabra «despertar»: tomar conciencia y reaccionar. La consigna de «Chile despertó» marcó el deseo de un pueblo de reapropiarse de una fuerza vital que le fue robada a la ciudadanía por un pacto transicional entre redemocratización y neoliberalismo, un acto que se valió de formalismos y tecnicismo para instrumentalizar la gradualidad de un cambio que debía realizarse sin exabruptos. Este robo de la fuerza vital se debió primero a la fetichización del consenso instaurado por la democracia de los acuerdos, cuyo equilibrio centrista, es decir, tendiente a evitar el choque entre extremos, sobreprotegió la gobernabilidad como artefacto retórico institucional, desentendiéndose así de la conflictividad de lo social. La transición chilena, con su libreto oficial de la memoria como reconciliación, inspirado en una simbología cristiana, obliteró las disputas de la memoria de la post dictadura en tanto memoria convulsa hecha de recuerdos desintegrados de biografías rotas, que ya no tuvieron dónde inscribir en la esfera pública sus testimonios del desastre. La tecnocracia de una cultura de expertos cuyos lenguajes profesionales se rindieron al pragmatismo de los saberes ejecutivos contribuyó, a su vez, a la borradura de estos desgarros de una memoria insatisfecha por el incumplimiento de la justicia. A esto se sumó el dogma economicista que mercantilizó a la sociedad entera, alineándola según macroindicadores de crecimiento completamente insensibles a la falta de igualdad y justicia social. La consigna de «Chile despertó» no solo acusó la falta de una democracia elitista, tutelada por los poderes fácticos de la derecha que resguardan los privilegios de los grupos de influencia, mediáticos, políticos y económicos que dictan la agenda pública. La consigna de «Chile despertó» hablaba también de una sociedad que perdió el miedo a expresar su radical desconfianza hacia la política institucional, una política declarada impura y traicionera de lo que estaría naciendo al fervor de la calle, es decir, la ingobernabilidad del pueblo. Lo que despertó la ciudadanía de la revuelta de octubre ya no son las orgánicas partidarias de la izquierda militante, sino la explosión de una mezcla cotidiana de malestar, resentimiento e indignación que se expresan más como síntoma de descomposición que como programa de cambio. Sin duda, las calles de la revuelta de octubre 2019 se transformaron en el soporte de la feliz emergencia de un cuerpo colectivo que volvió a apropiarse de su destino, tomándose por asalto los símbolos oficiales de una narrativa de país, cuya voluntad de usurpación quedó enteramente develada en sus planteos y simulacros. Pero no solo eso, la calle fue declarada garante irreductible de la espontaneidad rebelde de una población indignada que ya no se dejaría capturar por ningún aparataje político, se celebró la furia destituyente de la calle como exterioridad salvaje, no domesticada, que debía vengarse de la institucionalidad política, rompiendo intransigentemente con cualquier codificación política. 

El llamado a votar en el plebiscito nacional para diseñar una nueva Constitución nos obligó a pasar del momento negativo disruptivo de la revuelta social, al momento afirmativo organizativo de la convocatoria ciudadana. Este paso exigió preguntarse por la validez o las limitaciones de la dicotomía adentro – afuera. Adentro: poder de Estado o institucionalidad política. Afuera: la autonomía social de las asambleas populares y de la calle como territorios liberados. Al igual que lo que ocurre con todas las dicotomías, esta restringe binariamente el campo de opciones con su enfrentamiento rígido entre polaridades absolutas y contrarias, mutuamente excluyentes. Transitar por un proceso constituyente como aquel que se nos abre en Chile, supone necesariamente crear planos de coexistencia entre fuerzas diversas, organizaciones de la sociedad civil, partidos políticos, agenciamientos varios de cuerpos e inteligencia colectiva, singularidades y multiplicidades. Hace falta idear nuevos diagramas de posiciones, contingentes, situacionales y relacionales, transitivos para combinar estos planos de coexistencia entre fuerzas no idénticas entre sí. Y esto implica un desafío al que, por ejemplo, se resisten las izquierdas autonomistas. El desafío de no concebir a las instituciones como marcos fijos de regulación e imposición, que habría que evadir siempre para entenderla, más bien, como trazados que se desplazan, se entrecortan bajo la presión de las energías críticas que se desatan en las incesantes pugnas que se dan entre lo instituido, aparatos de cierre, y lo instituyente, dinámicas de aperturas. 

La calle como escenario multitudinario de la protesta tuvo al pueblo como fuente redentora de una nueva épica combatiente. Reapareció en escena esta palabra «pueblo» que había sido borrada de las composiciones del discurso de la transición. Una palabra dignificada históricamente por la revolución socialista de Salvador Allende, que luego fue reemplazada por «la gente» en tanto masa desprovista de toda combatividad que le sirvió a la transición chilena para amoldarla a las encuestas de opinión y a las estadísticas del consumo. Es cierto que un nuevo pueblo, como lo llama Carlos Ruiz Encina, volvió a cobrar heroicidad en las calles durante el estallido de octubre. Sin embargo, tendremos que desconfiar de la idealización del pueblo uno al recordar que las multitudes de las revueltas están hechas de fracciones de identidad desensambladas, a veces complementarias y, a veces, antagónicas cuyas líneas de juntura o división se van corriendo según cómo se mueve el conflicto al exterior, pero también al interior de cada uno de nosotros. Si las identidades que componen el pueblo no son identidades previamente constituidas, sino identidades que se van auto constituyendo, según el ritmo impredecible de las convergencias, pero también de las divergencias entre intereses y deseos, es decir, si estas identidades no son finitas, sino en constante proceso de conversión, según cómo dialogan, se confrontan o bien negocian con otras, esto significa que el pueblo nunca va a ser la representación dada de un todo. Se podrá reconocer como pueblo solo a aquellas identidades movilizadas que desde abajo luchan contra la dominación capitalista. O quizás, habrá que admitir que lo popular se compone de una mixtura incómoda que va de los sublevamientos revolucionarios, al microfascismo de la vida cotidiana. La actualidad nos dice que lo que incluye excluye la categoría pueblo, es materia de un reparto fluctuante, inestable, tal como demuestra la cual contienda entre populismo de izquierda versus populismo de derecha. La enseñanza crítica de la revuelta nos transmite, entre otras lecciones, que la contingencia del «estar juntos» en las calles no es equivalente al sustento ontológico de un «nosotros el pueblo» y que la brecha sin rellenar entre una y otra instancia de lo común es la señal del «por qué». Tal como lo ha dicho Judith Butler: la relación entre soberanía popular y democracia es una relación desajustada, incompleta, excedida, siempre imperfecta. 

Quizás el antecedente más inmediatamente parecido a la revuelta de octubre de 2019, en término de los flujos de desobediencia que liberados contagiaron al espacio ciudadano, haya sido la revuelta feminista de mayo 2018 en Chile iniciada por la movilización de estudiantes mujeres que tomaron más de sesenta sedes universitarias en el país. Esta revuelta feminista, que partió cuestionando el sexismo en la educación, terminó acusando a todo el sistema de censuras y arbitrariedades del dispositivo patriarcal, tal como rige los mundos privados y las estructuras públicas, la organización de los saberes y sus arquitecturas académicas, la moral de los cuerpos y el canon de la autoridad cultural. Una de las tomas feministas, dotadas de mayor valor alegórico, fue la de la Pontificia Universidad Católica. Entre otras razones, por ser esta la Universidad en la que el conservadurismo valórico de sus máximas autoridades, la llevó a oponerse bajo el subterfugio de la objeción de conciencia institucional, a incumplir en sus establecimientos hospitalarios el decreto de despenalización del aborto entre causales aprobado durante el segundo Gobierno de Bachelet, pese a que dichos establecimientos reciben fondos públicos del Estado. Junto con aquellas consignas que exigían en las tomas feministas ponerle fin a la objeción de conciencia institucional o que se pronunciaron en contra de la violencia de género y a favor de una educación no sexista, figuraba en el frontis de la Universidad un pequeño cartel rojo que decía «tiemblan los Chicago Boys, aguante el movimiento feminista». Este cartel rojo le recordó al país entero cómo, durante la dictadura de Pinochet, las políticas económicas dictadas por Milton Friedman desde la Universidad de Chicago fueron reproducidas por sus discípulos chilenos de la Facultad de Economía de la Pontificia Universidad Católica que integraron el gobierno militar para incrustar a sangre y fuego la doctrina del choque que convirtió a Chile en el primer laboratorio neoliberal a escala planetaria. Una doctrina que combinó terrorismo de Estado y capitalismo salvaje para volver los cuerpos temerosos y dóciles, conformes y obedientes, es decir, funcionales a las reglas de intercambio pasivo que uniforma no solo la serie de mercancía, sino las relaciones sociales bajo hegemonía neoliberal. Junto con acusar a los economistas de la escuela de Chicago de ser los responsables del ajuste estructural que en el Chile de la dictadura amplió las libertades económicas restringiendo las libertades políticas, la segunda parte del mensaje escrito en este cartel rojo decía: «Aguante el movimiento feminista». Este llamado confiado en la fuerza de perseverancia de las mujeres organizadas sugería, en clave de promesa y de anticipo, que la democracia restringida y excluyente de la Constitución de 1980 y su sociedad de mercado se verían luego sacudidas, convulsionadas («tiemblan los Chicago Boys») por una nueva arremetida antineoliberal, la de octubre 2019, y que el feminismo tendría mucho que decir al respecto. 

La última concentración multitudinaria que juntó cerca de dos millones de personas en el centro de Santiago justo antes de la llegada de la pandemia y de que la ciudad, bajo control militar y policial, se vaciara por efecto de la cuarentena, fue la marcha feminista del 8 de marzo 2020. Por algo, una de sus intervenciones más notables a cargo de la «Brigada feminista Laura Rodig», fue la que consistió en marcar el suelo de la plaza de la dignidad con la palabra «históricas». Históricas como aquellas que hacen historia, reactualizando la memoria casi siempre olvidada de quienes llevan siglos desafiando el mando patriarcal. Históricas como aquellas que supieron renovar el imaginario de la izquierda, con intervención en las calles, formas contraculturales de trabajar con los medios y las redes, convocatorias internacionales de impacto masivo, políticas y estéticas de los cuerpos vulnerables y deseantes a la vez. 

La principal consigna de las últimas marchas del 8M ha sido en contra de todas las precariedades. Su potencia de interpelación política y social radica en cómo el feminismo ha sabido articular un cruce de planteamientos y actuaciones que traspasa las fronteras identitarias «del nosotras, las mujeres» con sus demandas específicas de género, para apuntar a una transversalidad de reclamos anticapitalistas, antipatriarcales y descoloniales. El feminismo ha sabido analizar cómo funciona la ley del valor y del disvalor que separa a lo reproductivo: domesticidad y familia, de lo productivo: la ganancia del capital; desinflando así la categoría de lo político a partir de lo que suele esconder como atravesamiento. Ya no es posible pensar la democracia sin tomar en consideración, no solo el vigor internacional del movimiento feminista como fuerza social, sino la capacidad de la teoría feminista para rearticular el campo de pensamiento en torno a política, materialismo y subjetividad. 

Se aprobó en Chile, por primera vez en el mundo, que el órgano encargado de redactar una nueva Constitución tenga una conformación paritaria. Esto quiere decir que el enfoque feminista va a servir de doble garantía a la hora de deliberar sobre el macroordenamiento jurídico de las relaciones entre estado, poder y democracia. Por un lado, el feminismo va a colocar bajo sospecha lo general-universal de la ley que oculta su sesgo masculino-dominante. Y por otro, va a introducir lo concreto particular de demandas de género destinadas a corregir la asimetría de roles, valores y representaciones que afecta a las mujeres. Esta combinación entre universalidad y particularidad, tal como llamar a intervenir en el diseño de una nueva Constitución, es parte del juego de intercalaciones para el cual la teoría feminista ha debido a adquirir habilidad táctica, realizando gestos dobles, desdoblados, que implican su tránsito entre identidad y diferencias. Se abrió una discusión interesante, más allá de lo que parecería ser una simple variación sintáctica, entre quienes hablan de Constitución feminista y quienes reivindicamos una Constitución atravesada por el enfoque feminista. 

Hablar de Constitución feminista podría dar a entender que el feminismo es uno y que lo previamente articulado como programa por el movimiento feminista debe volverse, ahora, contenido normativo. Esta institucionalización del género podría inhibir el juego múltiple y rizomático de las diferencias, impidiendo la oscilación crítica de los términos «mujeres», «sexo», «género», «feminismo», que cambian de marcas según las configuraciones discursivas en las que se insertan. Aplicar, literalmente, el programa feminista a una orgánica o una dogmática constitucional, podría traer el indeseable resultado de aplacar la vibración continua de aquellas tensiones críticas, por ejemplo, entre universalidad y particularidad, que han sido y deberían seguir siendo parte constitutiva del debate teórico feminista. 

Todas coincidimos con el deseo formulado por Alejandra Castillo de una Asamblea Constituyente como política de la multiplicidad y estamos todas seguras de que sin el feminismo no existirá tal multiplicidad. Pero hablar de multiplicidad supone el dialogismo crítico de posiciones de sujeto y discurso que se desarman y se rearman en el intercambio o en la controversia y que, por lo mismo, no pueden quedar reducidas a la unicidad de una sola razón, ni siquiera la del feminismo, ya que, en tal caso, el feminismo se vería obligado a privarse internamente de la fuerza alteradora del disenso. Son las intersecciones demasiado plurales la que garantizan la no totalización del significado «feminismo» o «democracia» desde el reconocimiento de la incompletitud de categorías e identidades en tránsito. 

Quiero ya cerrar esta presentación, en rigor, con algunos puntos suspensivos. El acuerdo, que hizo posible el llamado a un plebiscito nacional, fue un acuerdo insatisfactorio, ya que, entre otras limitaciones, circunscribió su firma al ámbito de la representación parlamentaria, separados de la exterioridad social que se habían manifestado en la revuelta. Hubo que ajustar el deseo del “todo», la Asamblea Constituyente como expresión absoluta de la autodeterminación popular, al reconocimiento del límite que marca las circunstancias de lo posible. «Convención constitucional» fue el nombre sustituto que nos impuso el chantaje de la derecha, además de la manipulación de ciertas reglas de participación constituyente. No hay agenciamiento político, sino un diagrama de lugares, posiciones y movimientos dentro de un contexto dado, y no hay contexto, sino marco que inevitablemente recorta las opciones. Las prácticas emancipatorias son aquellas que imaginativamente corren el marco, que desplazan el trazado reglamentado del adentro/afuera, abriendo la realidad de lo existente a su devenir otro, sin esperar, creo yo, que se cumpla como fantasía ilimitada la abolición de todos los marcos. Si bien la prioridad de revocar/derogar simbólicamente la Constitución de 1980 como matriz de la herencia dictatorial impuso su urgencia en el plebiscito nacional, no habría que suponer ingenuamente que tal revocación/derogación constitucional dejará sin efecto los alcances del neoliberalismo. Ya sabemos que el neoliberalismo, más allá de ser una doctrina económica y un conjunto de técnicas de gobernanzas, pasó a ser un régimen de las conductas, que administra, además de los bienes y servicios, el inconsciente mediático de las vidas cotidianas. 

Por otro lado, sería un error pensar que el camino de la nueva Constitución que se nos abre hacia adelante va a dejar atrás a la revuelta social y sus desbordes, rebeldías y también violencias. Primero, porque la revuelta, junto con haber sido un acontecimiento, es decir, algo que tuvo lugar disruptivamente en una temporalidad de excepción -octubre 2019-, es un conjunto de figuras de la experiencia y la imaginación que componen un archivo vital. Como todo archivo, este contiene una reserva de fuerzas y energías, y sirve de fuente de inspiración para quienes sueñan con otros mundos. La línea de horizonte de estos sueños volverá a dispararse cada vez que un «ahora es cuando», justificado y poderoso, llame sujetos y comunidades a sublevarse contra los dominantes. Esta fuente de inspiración es una huella imborrable del legado de la revuelta, lista para ser reactivada en cada nueva confrontación con el orden dado. Segundo, porque el estallido de la revuelta fue tan radical y también, hay que decirlo, envuelto en una violencia social tan inusitada, que sigue amenazando de destrucción todo lo edificado por la derecha. La revuelta proyecta una sombra espectral cuyos restos de negatividad destituyente siguen atentando contra toda imposición normativa que busque tranquilizar a la fuerza el cuerpo social. La espiritualidad de esta sombra latente, una sombra que aparece y desaparece, que reaparece, que va a amenazar siempre con retornar hace que, en ningún orden normalizador, y esto no solo concierne a la derecha, se viva tan seguro como antes. La sombra fantasmal de la revuelta permanecerá imaginariamente activa haciendo de reverso antineoliberal para sacudir o fisurar cualquier dominio consolidado de representación político-institucional. 

El tiempo ahora de las revueltas es por definición excepcional, al ser un tiempo de ruptura intensiva que, como en todo estallido, no puede ser duraderoEl tiempo del acontecimiento se sabe único, irrepetible, pero también frágil, amenazado por los llamados a la restauración del orden que imponen o negocian los defensores de la vuelta a la normalidad social y política, extremada por las derechas y ultraderechas conservadoras y neoliberales. 

Bien lo sabemos, no existen leyes de la historia que nos garanticen que el desenlace de la revuelta vaya a ser feliz. Su futuro depende de cómo el pueblo o las multitudes vayan a lograr que lo explosivo del reclamo deje de ser un acto de liberación puntual que se consume en sí mismo -Bifo Berardi- y pase a operar una transformación real de los poderes instituidos. 

Y concluyo simplemente con estos puntos suspensivos. Habría que combinar entonces lo destituyente con lo constituyente e instituyente, el querer con el poder hacer, para que las energías vitales de la revuelta tengan la oportunidad de hacerse parte del diseño de gramáticas constructivas y transformativas que incidan en la redistribución de lo político que se da entre luchas hegemónicas y sublevamientos del deseo, entre la esfera de visibilidad de los cuerpos en el espacio público, pero también de recursos de intervención crítica en la esfera del discurso de los conflictos articulados. Para trasladarse de la fuerza del desorden a las gramáticas constructivas, transformativas, de un nuevo imaginario democrático, sabiendo en rigor que este itinerario no es un itinerario recto, sino de ida y vuelta, rodeo, difusión, etcétera, es necesario, creo yo, desbordar el esquematismo de la oposición adentro/afuera, adentro: el estado, la institucionalidad política; afuera: la autonomía de lo social como exterioridad desvinculada del poder, para transitar por los bordes de los campos de fuerza. Transitar por los bordes de los campos de fuerza sirve para multiplicar apertura, travesías, conexiones y enlaces que consideren, también, las zonas de intermedio. Aquellas zonas de intermedio en las que, por un tiempo indeterminado, van a seguir coexistiendo, de modo híbrido, tramas de dominación capitalista con modos alternativos de subjetivación política. 

Bio
Nelly Richard (Caen, Francia, 1948) es una teórica cultural, crítica, ensayista y académica francesa que reside en Chile desde el 1970, década en que se hizo presente dentro de la escena artística local como crítica y curadora de arte. El mismo año de su llegada a Chile fundó la Revista de Crítica Cultural, una revista fundamental para comprender la reciente historia de la posdictadura chilena. Además, es directora del Magíster en Estudios Culturales de la Universidad de Arte y Ciencias Sociales ARCIS.  Su trabajo se destaca por entrecruzar los debates sobre identidad y género con la crítica a la producción de sentido originada en el pensamiento francés postestructuralista. Es autora de numerosas publicaciones  entre las que cabe destacar Arte en Chile desde 1973: escena de avanzada y sociedad (1987), Chile, arte actual (1988), Textos estratégicos (2000) y Feminismo, género y diferencia(s) (2008)

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